Que no son nada. Las horas, digo. Que la dejan removida y rematada. Con nuevos adornos en sus extremidades, ahora a catalogar como propios. Que le regalan poemas tardíos. O prontíos, que aún no sabe porque ha de cultivar su paciencia o pacencia. Que le dejan canes oscuros tras los ojos de silencio y los corazones a gritos. Porque no quiso esperar. Ni ella. Ni él. Y así le tocó. Mientras él dibujaba placenteros remansos olvidando casi la gravedad de sus gritos. Esta vez, buenos. Ella malabareaba aquel instante de su vida sin saber ni cómo. Ahora sabe que no quiere coches sin gasolina. Sabe que también apuesta todo. Reza por esa felicidad que le recuerdan voces gallegas. Y cree que su apuesta es acertada. Aunque sigue sin querer pensar más que ahoras porque el resto no consigue seducir su pantalla. Porque ese uno por ciento la indiferencia casi sobremanera. O eso quiere imaginar. Pero por qué no un ahora nada más que así. Nada más feliz. Nada más que él.
Ojos de cachorro.
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